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La frase, que es de Jaume Fuster, ayer me la comentaba Tísner: “Nuestra cultura es una cultura de olvidos”. A diferencia de otras culturas, que no sólo disfrutan de una memoria excelente, sino que incluso tienden a engullir todo aquella que late más o menos cerca, indiferentemente de sus orígenes, nosotros nos permitimos el lujo de restringir todo lo que podemos de nuestra memoria cultural. Si en historia practicamos este olvido con tenacidad –lo cual nos permitirá llegar, con todos los honores, a un grado considerable de estupidez colectiva-, en el terreno de la cultura, el olvido afecta a nombres propios y obras de una gran categoría, el único defecto de las cuales, probablemente, es haber nacido y haber crecido entre insensibles. El caso de Ramón Calsina no es solamente un ejemplo de esta extraña práctica autodestructiva, sino que es el ejemplo más angustioso, más doloroso, quizás más incomprensible. A sus 90 años de una lucidez casi insultante, este importantísimo pintor, “el pintor vivo más importante de Cataluña”, en boca de Enric Jardí, ”el hombre delante del cual hemos tenido los ojos vendados”, en boca de Josep M. Espinás, continua pintando al margen del reconocimiento oficial. Es un olvido de compañeros de viaje, demasiado atareados en reinventar la Sagrada Familia, coronar con alambres antiguas editoriales o llegar a ser pintores eternamente jóvenes. Es un olvido de salas expositivas, más preocupadas en fabricar promesas de plástico, la mayoría de las cuales de gramática incomprensible, que de recuperar obras de solidez indiscutible. Es un olvido de público, de un público que, de hecho, no ha llegado a olvidar porque tampoco no ha llegado a conocer. Y, por encima de todo, es un olvido oficial de funcionarios sin criterio propio, que le dieron la Cruz de Sant Jordi a los 89 años, porque un grupo de amigos recordaron su existencia, que permite no que haya ningún catálogo completo de su obra, que no le pide encargos, que no debe ni saber que su único libro antológico, publicado en diciembre, lo ha tenido que pagar la familia. Que puede que no sabe ni que el libro existe. En el catecismo oficial, la cultura se define por tener un pintor en nómina, a la cual colocar la etiqueta de nacional.
De todos modos, el pintor pinta. Sabe que el defecto no está en su obra, imperturbable a la miseria cultural externa. El defecto está fuera, en la poca categoría de los criterios que comercialmente se imponen y políticamente se bendicen.