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Ojalá sepa explicar con acierto lo que voy a decir, o que se me conceda el beneficio de ser justamente interpretado. La muerte deprime siempre y cuando se trata de la desaparición de una persona querida, de un amigo admirado o de alguien que nos ha influido para bien a lo largo de muchos años, el sentimiento es de profunda desolación.
En este punto se centra el aspecto delicado de lo que quiero manifestar: la muerte de Ramón Calsina me causó un sentimiento de casi envidia, la pena por su traspaso adquirió un aire especial, como si se tratara de la concesión definitiva de un premio del todo merecido y bien ganado. Calsina murió a los noventa y un años, e incluso hasta pocos días antes de su muerte se dedicó a la pasión de pintar. Su familia ha compartido sin reservas, y hasta el final, la devoción por el destino que él escogió.
En la edad de las personas, diez años de diferencia son muchos en la juventud y pocos en la vejez. En 1931, yo era discípulo de la Escuela Superior de Bellas Artes de Barcelona, y Calsina ya era profesor de la asignatura de color, composición y procedimientos pictóricos. Yo tenía entonces diecinueve años y a Calsina le faltaba poco para los treinta, ya había cumplido el servicio militar y empezaba a tener prestigio. En aquel momento, la distancia generacional entre él y yo era notable, pero existía algo más que esto: él ya tenía un renombre y yo apenas contaba con un nombre.
La época era más bien austera, y Calsina, como profesor, ostentaba el añadido de ayudante meritorio, que significaba el honor de trabajar por amor al arte (muy bien aplicado en este caso), sin cobrar sueldo alguno. Se encargaba de las clases nocturnas de la especialidad antes citada, con la dedicación y entusiasmo que siempre puso en su trabajo, sobre todo si se relacionaba con los pinceles. Calsina se detenía ante los caballetes de cada alumno, les hacía sensatas observaciones y, a veces, tomaba la paleta y retocaba el trabajo del educando. No he olvidado nunca una sesión en la cual teníamos por modelo un bodegón improvisado con un jarrón y un plato de cerámica de Manises, sobre un fondo drapeado. Yo era un alumno aplicado –de aquellos que se fijan mucho, pero no brillan- y hacía un trabajo de una irritante minuciosidad, no me dejaba ningún punto ni raya. Calsina miró mi obra durante un buen rato y, finalmente, exclamó:
-Chico, a ti no sé qué decirte- Si fueras chino, puede que se me ocurriera algo. Pero como no lo eres, ves haciendo… ¡A ver como lo acabas!
Transcrito así, a tan larga distancia en el tiempo y sin muestras a la vista, puede que no se entenderá el sentido de estas palabras. Pero doy fe que Calsina tenía razón y fue una de aquellas ocasiones en las cuales un maestro señala a un discípulo el pié que le hace cojear.
Hay un hecho que considero evidente y que creo que no se ha remarcado jamás. En aquella época, Antonio Clavé era un alumno de Llotja. Empezaba a distinguirse por sus magníficos carteles –que le habían de procurar una fama precoz-, y yo me atrevería a decir que los carteles de Calsina, paradoxalmente menos conocidos, le abrieron una gran ventana. Y puestos en el terreno de las especulaciones, no dudo en afirmar que a todos los que tuvimos un contacto profesional o de magisterio con Ramón Calsina, nos ha quedado el beneficio de su ejemplo. Fue tenaz, honesto con su concepto del arte y fiel a lo que creía.
Pienso que es por eso que su esposa, sus hijos, y sus nietos –y con ellos todos sus amigos- lo despedimos con una actitud serena, con la consciencia de rendir tributo a una larga vida felizmente aprovechada. Una vida, como he dicho antes, del todo envidiable.
Queda pendiente hacerle toda la justicia que mereció como uno de los artistas más importantes que ha dado nuestro país. Tenemos tiempo, pero sería triste dejar transcurrir demasiado.