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He visitado la exposición de homenaje al pintor Ramon Calsina que han instalado en el sótano del gran castillo misterioso que hay en la esquina del Passeig de Gràcia con la Ronda de Sant Pere.
He de confesar que nunca había podido ver tanta obra de Calsina junta, y os puedo asegurar que su gran unidad, presidida por aquella sonrisa mágica tan singular, me ha tocado una fibra muy sonora.
Al abandonar el castillo, con toda la danza de imágenes que me acababa de meter en el magín la exposición, estaba ya convencido que Calsina es uno de los casos raros de hombres que saben soñar y que ha vivido siempre para su sueño; un sueño único e infinito sobre el cual ha elaborado los criterios sólidos de su vida y de su obra. La pintura, para Calsina, es la plasmación de este ideal recurrente entre la vida y el deseo.
Por esta razón, que acabo de insinuar, me parece que podemos hablar de pintura literaria, en el caso de Calsina, y esto nos ahorraría la tentación y el error de quererlo mal situar entre los surrealistas, entre alguna forma de realismo, o la contrariedad de no poderlo colgar a las bambalinas de los múltiples expresionismos. Calsina es literario porqué relata su sueño con su pintura. Y, a sus ochenta y cuatro años, se puede decir que no ha cambiado nunca sensiblemente de estilo, porque toda su obra es una suite sobre el mismo gran e inacabable argumento.
Quizá quien haya nacido demasiado por encima de la Diagonal, quien no haya conocido la experiencia del deseo en el no tener, quien no lo haya aprendido todo en los formularios asépticos del esteticismo canónico de la academia, no podrá comprender el alcance sentimental y artístico de este sueño, y no sabrá ver ninguna poesía, de la misma manera que preferirá que el arte deje de viajar para dar gozo a los ojos y a la sensibilidad de todos y reclamará que por el contrario se detenga delante de las pupilas conspicuas de los entendidos.
En un momento de la visita en el que pude intercambiar cuatro palabras con el artista, me confesó, con la naturalidad mas espontánea, que ha comprobado que el creador no crea nunca realmente, sino que recrea del pozo tumultuoso de su conocimiento. He aquí un principio para acceder al ejercicio de memoria irónica (si, enormemente irónica y satírica) que contiene todo el trabajo de Calsina. No hay ingenuidad banal en esta obra, al contrario, una especie de perspicacia interpretativa de la memoria, combinada con un fuerte instinto de la composición: Calsina recoge en su repleta buhardilla muchos objetos que le ayudan a componer, sobre tela, cartón o sobre papel, el sueño vivido y el sueño deseado, de la misma manera que el narrador o el poeta ordenan su conciencia en una alegoría caligráfica .
A quien dude de la conciencia irónica de Calsina le recordaré la desmitificación que hizo en la serie de toreros que le había sido encargada por un marchante holandés que quería un tema comercial. Naturalmente el resultado esperpéntico y sarcástico que realizó Calsina no gustó al mayorista holandés, pero es que el artista era incapaz de sublimarle la “fiesta nacional” porqué los toros le gustan tan poco que parece que tiene una cabeza de torero disecada colgada de una panoplia en el comedor de su casa, según me ha contado Tisner.