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La profesión de mi padre, artista pintor, como decía su carnet de identidad y algunas características especiales hacían que la familia Calsina fuera diferente del resto.
A pesar de la peculiar y constante incertidumbre de la economía familiar, sumada a los problemas generales de la época de la posguerra, en casa habíamos hecho asiduamente unas largas vacaciones. Mientras éramos pequeños los tres hermanos, mis padres organizaban largas estancias en distintos puntos geográficos a donde nos desplazábamos cargados con las telas, las pinturas y el caballete del padre, que lo mantenían intensamente ocupado, como siempre y en todas partes, pintando una tela detrás de otra.
Así fuimos, cuando era muy pequeño y Elisa estaba en la barriga de mi madre, a Santa Eulàlia de Ronsana viviendo de realquilados en can Brunomestre, la casa donde había nacido la abuela Dolores, madre de mi padre. Después a Montán, el pueblo de la madre, en el Maestrazgo, en Castellón de la Plana. También en Cirat, un pueblo a cuatro horas a pie de Montán, junto a la orilla del río Mijares. Más tarde dos veranos en Mas Corts, en la Conreria. En todos estos lugares las temporadas de verano duraban de dos a tres meses porqué los hijos eran pequeños y se podía ser menos estricto con la escuela.
La última vez que hicimos unas largas vacaciones toda la familia al completo fue en el año 1957 en Fornells, Menorca. Más tarde hubo otra estancia en el pueblo de mi madre, pero sólo con Albert, el hijo pequeño, porque los mayores ya trabajábamos.
Mi padre tenía unos amigos, el matrimonio Pàmies, que no tenían hijos. Él era abogado y ella había sido una de las alumnas de Calsina. Eran unos de los clientes que compraban cuadros en las exposiciones y había muy buena relación con ellos. Un día le dijeron entusiasmados que habían comprado un molino viejo en Fornells y estaban tan encantados con Menorca, y con aquel pueblo de pescadores en particular, que le invitaron a viajar con ellos a la isla porqué estaban convencidos de que era un magnífico lugar para pintar. Le pagaron el viaje y, efectivamente, le gustó mucho, tanto que aprovechando un momento de relativa bonanza económica después de la exitosa exposición homenaje de la Syra de este año, mis padres decidieron que fuéramos toda la familia, padre y madre y los tres hijos, Albert, de cuatro años, Elisa que cumplió los diez allí y Ramon con once.
El día 31 de mayo de 1957 por la noche embarcamos hacia Maó con un baúl, paquetes, maletas y las telas, pinturas y el caballete de campaña, y empezó una de las más felices etapas de nuestra vida familiar. También fue el comienzo de una intensa relación sentimental de la familia Calsina con este mundo pequeño, especial y entrañable que es Menorca.
Desembarcamos a primera hora después de contemplar atónitos el recorrido por todo el puerto natural de Maó, y como el coche de línea que nos debía llevar a Fornells no salía hasta el mediodía, fuimos a hacer unas visitas a conocidos de mi padre. Para no ir cargados con el equipaje por la ciudad dejamos todos los bultos apilados en el centro de una plaza. Aquello nos produjo una gran impresión a los hijos, porque era totalmente impensable hacerlo en Barcelona; bien, si que se podía hacer, pero con la absoluta certeza de que desaparecería todo. En la Menorca de aquel tiempo no había robos, las puertas de las casas se dejaban abiertas y las llaves en la cerradura. A pesar de que los tiempos han cambiado sigue siendo mucho mejor que en Barcelona.
En Fornells nos instalamos de realquilados en casa de Antonyita, una mujer soltera que rondaba los cuarenta años, y que vivía con su padre, un hombre tranquilo que hacía zapatos a medida en un rincón de la sala grande que había cerca de la entrada de la casa. Estaba en la calle del Mar núm. 5. Salías de casa y tenías el agua y las barcas de los pescadores a diez metros. Más allà, a la izquierda, empezaba la escollera que cerraba el puerto artificial y, al fondo a la derecha, la explanada con un barracón y la punta que cerraba el puerto. Más allá el magnífico y enorme puerto natural de Fornells, con la isla de la Sargantana y, más allà, la otra orilla con el Monte Toro levantándose en el fondo del puerto. Era y es un lugar paradisíaco ... pero en aquel tiempo sólo había los fornellencs y nosotros.
Mis padres tenían una habitación muy bonita en el primer piso, que daba a la calle; a su lado había un gran salón, donde dormía Elisa, con una alcoba, donde en una cama grande lo hacíamos los dos chicos.
En la planta baja, debajo de la habitación de nuestros padres, había un comedor que era para nosotros y, más adentro, la cocina que compartíamos. Mi padre pintaba en la sala grande de la entrada, o plantaba el caballete en cualquier rincón del puerto o del pueblo, y pasó a ser un elemento más del paisaje para los habitantes del lugar. Los niños pronto nos situamos y hicimos amigos, pero como los teníamos que dejar a la hora de la escuela se solucionó asistiendo también nosotros a la escuela unas semanas, hasta que se acabó el curso.
Fornells fue para nosotros un edén. Libertad total, interminables baños en muchos lugares: en el muelle, en medio de las barcas, en el espigón, en las rocas. Siestas con los amigos dentro de la barca del padre de Miguel Juan, o bien pescando gambas o peces en el muelle que servían de señuelo para su padre. Carreras por las habitaciones anexas del hotel Burdó, gentileza de Pedro, el chico del hotel y restaurante, el único lugar donde se hacía la caldereta de langosta. El pequeño recorrido en barco que hacíamos con el abuelo para ir a buscar alguna langosta de las nasas donde se guardaban dentro del mar. Partidos de fútbol en el campo del pueblo, con pendiente. El olor penetrante de manzanilla, recolectada y puesta a secar, que lo inundaba todo.
Los paseos por las rocas, por la tarde, con los amigos, llevando una olla, las cerillas, palillos y una aguja de tejer. Se trataba de coger caracoles de mar, barretets y pescar cangrejos con la mano, procurando no te pellizcaran. Los caracoles los hervíamos con agua de mar y los cangrejos, atravesados con la aguja los tostávamos en el fuego. Y allí, en la orilla del mar, con el agua batiendo las rocas, merendábamos.
Excursiones por el otro lado del puerto toda la familia, donde nos llevaban en barca por la mañana y nos recogían por la noche, en la Cala Roja o la Cala Blanca.
Las sesiones de cine, esperando en la plaza hasta que se sentía el rumor de la motocicleta que llevaba las bobinas de la película desde Mercadal, y entonces íbamos a una gran sala con sillas y la pantalla a verla, si era apta , porque cuando pusieron Hilda, los niños nos quedamos sin cine, cabreados, pero salvados del peligro de los malos pensamientos.
Muchas tardes íbamos con los padres a la entrada del puerto de Fornells y allí, sentados en lo alto de los acantilados, con el maravilloso espectáculo de las olas chocando contra las rocas, el mar abierto, viendo las barcas que salían a pescar la langosta, leíamos en voz alta la vida de Jesús, y después merendábamos.
Las largas excursiones nadando, unos quinientos metros, desde la explanada del muelle, donde nos teníamos que bañar los chicos, hasta el vivero, donde lo hacían las chicas, saltándonos una disposición moral que no era nada rígida.
Recolectar nécoras, unos enormes mejillones anacarados que sacabas después de algunas inmersiones, porque estaban bien clavadas en el fondo. Las batallas de pixamangues, unas bichos que parecían pepinos negros, que se encontraban entre las algas, y que tenían la propiedad de que si las apretabas sacaban un buen chorro de agua. Cuando quedaban vacías las volvíamos a dejar en el mar.
Antes de partir, mi padre puso la totalidad de los dieciocho cuadros que había pintado por toda la sala de la entrada de la casa, convirtiéndola en una improvisada sala de exposiciones. Todo el pueblo pasó por allí, muy contentos de que se les mostraran juntos todos aquellos cuadros que poco o mucho, habían visto crecer cuando se acercaban para ver como los pintaba mi padre.
Fue un privilegio sentirnos fornellencs aquellas semanas y sólo podemos estar agradecidos por como fuimos acogidos y como nos trataron.
Volvimos a Barcelona tostados por el sol, el agua y el aire de mar y hablando salado, con el acento de la gente de Fornells.
Tardamos veinte años en volver otra vez toda la familia, sin el hermano pequeño que estaba haciendo el servicio militar y al final no pudo venir. Pero los otros dos hijos fuimos casados y con hijos. Nuestros padres no volvieron más, pero el resto lo hemos hecho en muchas ocasiones. No hace mucho fuimos a Fornells y entramos en la casa de la calle del Mar. La puerta estaba abierta y en respuesta a nuestro saludo salió la Antonyita, ahora una abuela de noventa años, con una gran vitalidad y extraordinariamente locuaz. Pasamos un largo y magnífico rato y con su gran memoria nos dio noticias de todas las personas que habíamos conocido. Naturalmente se acordaba perfectamente de la estancia de la familia del pintor de Barcelona. Le entregamos un libro de la obra de nuestro padre, pero desgraciadamente tenía la vista muy deteriorada. A pesar de ello lo aceptó muy contenta y nos confesó que se lo había pasado muy bien.